Son las
21.40 de un 31 de Diciembre cualquiera en algún lugar.
Este cuento
en realidad no va a tener nada de importante salvo el hecho de que es la última
narración del año, este año y todos los venideros a partir de hoy, el día de su
nacimiento. Todo a partir de que no se me antoja decir qué año es ni en qué
momento de mi vida fue concebido. Al breve instante de comenzar, sin
reflexionarlo demasiado encontré una peculiaridad interesante en el anterior
detalle. El hecho de hacerlo atemporal, por un breve momento me acaba de
otorgar el poder que la narradora sajona Mary Shelley otorgó a su personaje el Doctor
Víctor Frankenstein, en su “Prometeo Moderno”. La capacidad de crear vida, algo
no menor en nuestro universo. El mismísimo Frankenstein hizo un ogro verde
medio deforme que terminó de mayordomo de los Addams, es decir un monstruito
sin más pena ni gloria que doblarle los calzones a una familia de locos. Yo por
mi parte hice una breve historieta sin contenido que igualmente resucita todos los
años. Es más, quizás que una vez terminada su escritura viajó al pasado y comenzó
a resucitar y recuperar vidas hasta llegar al día de hoy; lo cual haría creer que este
cuento es un ser supremo si es que posee la capacidad infinita de resurgir anualmente
para convertirse en presente por un rato. Así por algo tan sencillo como omitir el año,
este puñado de palabras va a morir instantáneamente todos los primeros de enero
pasando a ser irrelevante, una simple crónica del pasado, polvo bajo la
alfombra, anécdotas del reloj. Sin embargo, cual ave Fénix (pero seguro que no
como el cuadro de fútbol uruguayo), este compendio de vocablos mínimamente
ensamblados resurgirá por lo menos durante dos horas al año, para vivir de a puchitos
el resto de la eternidad.
¿Y vos
cuántas resucitaciones tenés? ¡Chupate esa Jesús!